lunes, 30 de abril de 2007

El Zinco

Varias veces he ido al Zinco, un bar de jazz en el bajo centro que cuando lo miré desde el centro en su interior por primera vez, pensé que me encotraba en los años treinta o cuarenta, rodeado de hombres de traje con corbatas anchas y cortas, pantalones anchos y sombreros fedora, de mujeres con trajes de noche y de hermosas y delgadas meseras vestidas completamente de negro, color contrastante con su piel blanca delicadamente envuelta por volutas de humo de cigarro iluminadas por una luz tenue enrojecida por el tercipelo rojo de las cortinas del escenario que se encontraba a mi izquierda y en el que se encontraban los instrumentos de los músicos, quienes, dominados por sus intrumentos, tocaban el jazz más enajenante y casi alucinante hacia unas mesas repletas de comensales con sus bebidas en las manos hipnotizados por ese jazz-estupefaciente, detrás de las cuales se encontraba una balaustrada con barandales suficientemente anchos para contener platos de comida o bebidas, que se podían pedir a las meseras o directamente en la barra, que estaba separada de la balaustrada por un pasillo estrecho que, una vez lleno, me invitaba a aprovechar cada roce con alguno de esos seres blancos que servían, y que cruzaba perpendicularmente otro pasillo, con la barra a su izquierda y mesas al lado de una pared acolchada con forro de cuero a su derecha, que iba a dar a un pasillo perpendicular que tenía en un extremo una sala de espera reservada a los músicos y adornada con dos bóvedas bancarias y en el otro los baños, cuya sección para caballeros contenía migitorios en forma de boca de ballenas sedientas y deseosas de beber que nadaban en un mar de azulejos negros y blancos que formaban un tablero de ajedrez al igual que los azulejos del pasillo en forma de L de la entrada, en cuyo extremo más corto pendía una cortina de terciopelo rojo que ocultaba ese mundo perdido en los treintas o cuarentas, en cuya esquina sentada estaba una hermosa portera negra vestida de negro que atiendía sobre una mesa circular y cuyo extremo más largo iba a parar a una escalera, resguardada por un niño soldado, que daba a Motolinía.

miércoles, 18 de abril de 2007

Hinz Rodrerich

Hace poco fui a Alemania a visitar a mis abuelos maternos, quienes son de la ex-Alemania del Este, a saber, de Zwickau, donde, precisamente, conocí a Hinz Rodrerich, quien inventó el Wörterbuchszufallswörter, método que utiliza para escribir cuando le falta inspiración, que es imprescindible para un escritor.
Visité a mis abuelos porque era cumpleaños de mi abuela Lavinia, que hace un pastel buenísimo que se llama Christstollen, cuya historia les contaré en otra ocasión.
Salía de casa de mis abuelos para ir a ver a mi amiga Claudia, a quien conocí desde la infancia, pues hubo un tiempo en que viví en Zwickau, ya que me iba a presentar a un señor que conoció su mamá mientras trabajaba en el ferrocarril que tanto le gustaba porque viajaba muchas veces a Estambul.
Hinz Rodrerich, la persona que quería que conociera mi amiga Claudia, vivía solo acompañado de un perro pastor alemán en un departamento de un edificio muy viejo aunque no descuidado cerca del ferrocarril que era utilizado para alojar escritores, frustados o no, activos, es decir, que estuvieran escribiendo novelas o cuentos o ensayos o microrrelatos pero no telegramas a su mamá, a pesar de que un telegrama pudiera ser considerado como una instalación, arte-acción o arte-objeto si se le da un marco teórico adecuado.
Su método Wörterbuchszufallswörter consistía en escoger al azar un número finito de palabras de un diccionario o una enciclopedia para que éstas le sugirieran un tema o idea que plasmar en papel, pues si el número era infinito, corría el riesgo de escribir para siempre, lo cual no deseaba, ya que, como todos sabemos, todos moriremos algún día o alguna noche.